Haciendo un
repaso de cuanto él hizo y dijo en el último día de su vida, late la
interrogante: ¿Cómo es que las personas de su
cercanía en las postreras horas no sospecharon sus intenciones?
José
María Hernández, su yerno, que desempeñaba el cargo de secretario
administrativo de la Presidencia; Juan López, entonces director de la Lotería;
Ramón Oscar López Güichardo, veterinario que atendía la finca del mandatario en
Bobita; el diputado Amadeo Lorenzo Ramírez, entre otros, lo habían observado
abrumado, depresivo, triste, asqueado, abandonado, solo, según declararon
después, pero estos sentimientos del mandatario no les dieron señal de la fatal
determinación que tomaría.
Más
aún, Guzmán “desencamó” y manipuló armas de fuego que jamás había tocado, hizo
venir desde el interior al secretario de las Fuerzas Armadas, realizó un paseo
por barrios y calles de Santo Domingo, apenas acompañado por su chofer Nino;
abrió el despacho del Palacio Nacional en horas y día inusuales, recogía el
escritorio, desechaba papeles, no decidía marcharse pese a lo avanzado de esa
noche de sábado y a pesar de que su esposa Renée lo llamaba insistente para que
retornara a la casa de Juan Dolio de donde había salido inesperadamente y en la
que lo esperaban para la cena familiar.
Cuando
llegó a la residencia de Juan Dolio no se dirigió a la caballeriza a acariciar
a su preferido Santiaguero, como acostumbraba, sino que subió a su habitación.
Pasada la una de la madrugada, daba vueltas levantado, solo. Al amanecer se
recostó en una barandilla con la vista perdida en el horizonte. No saludó, no
desayunó, no leyó la prensa, no respondió los buenos días de empleados y
escoltas. Apenas almorzó y en la tarde, en el domicilio de la avenida Bolívar lo
que hizo fue subir a buscar una pistola que regaló a López Güichardo y el
revólver calibre 38 chapado en oro que le habían obsequiado.
Y
nadie adivinó el plan de Guzmán pese a que en horas de la tarde llamó al
teniente coronel Pimentel Castro para preguntarle qué tipo de bala resulta el
más efectivo para esa arma con la que puso fin a sus días. Cuando las cosas van
a pasar, dirán.
La
tragedia. El sábado tres de julio de 1982 el Presidente dio instrucciones al
general Nabucodonosor Páez Piantini, jefe del Cuerpo de Ayudantes Militares,
para que comunicara a Ramón Oscar que suspendiera un sancocho que le había
encargado y se dirigiera a Juan Dolio donde éste llegó a las 5:20 PM. A las
seis abordaron la limosina con destino a la casa de la Bolívar. Salieron de
allí y cuando la caravana cruzaba el puente Duarte de regreso a Juan Dolio,
Guzmán ordenó que giraran rumbo al Palacio Nacional y se comunicaran con el
teniente general Mario Imbert McGregor, secretario de las Fuerzas Amadas, para
una reunión. En la casa de Gobierno y al tomar el ascensor preguntó por el
revólver, que se había quedado en el vehículo.
No
te preocupes, calmó a Ramón Oscar, diré a un militar que lo suba.
Llamaba
insistente a José María Hernández que retornaba desde Moca para preguntarle a
qué altura estaba y requirió la presencia del coronel Braulio Álvarez Guzmán.
El coronel Pimentel Castro estaba inquieto. Imbert McGregor y José María
llegaron. Doña Renée telefoneaba de nuevo. Está a punto de salir, le
contestaron.
Se
encerró con Imbert McGregor y afirman que le instruyó garantizar el orden
institucional y la transmisión de mando a Salvador Jorge Blanco, el 16 de
agosto. Cuando el militar se retiró Guzmán sacó de su escritorio lapiceros,
plumas y otros objetos. A Hernández obsequió medallas y monedas y le entregó
una hermosa pluma de escribir para Sonia, su hija, esposa de José María.
A
las 11.30 de la noche ya se encontraban en el ascensor y los militares avisados
de que la persona, el Águila uno estaba a punto de salir cuando éste manifestó a
Hernández que iría al baño. Entró y cerró por dentro, lo que nunca hacía.
Tarda, José María le toca. Le responde que ya va pero minutos después se
escucha una estremecedora detonación. Páez Piantini rompió el cristal de la
puerta y encontró al Jefe de Estado en un sillón de barbería, ensangrentado,
agonizante, con un tiro que entró a quemarropa por el lado izquierdo de su
cara. Los militares lo cargaron y llevaron al hospital militar Enrique Lithgow
Ceara donde expiró a las cinco de la madrugada del 4 de julio.
El
primer anuncio de la muerte lo ofreció su hermano, el doctor José Leonor Guzmán
Fernández quien participó en los afanes por salvarle la vida. Salió del
quirófano con lágrimas en los ojos y despojándose de su bata de médico.
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