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domingo, 25 de enero de 2015

Puerto Plata, la novia despechada


Por Miguel Angel Cid Cid. 24 de enero de 2015 - 
Lo mejorcito del turismo puertoplateño, sus mejores profesionales de hostelería, se mudó al Este. Y así fue el surgimiento, auge y caída del imperio Atlántico.
Miguel Angel Cid Cid

Miguel Angel Cid Cid

Especialista en fortalecimiento y planificación institucional, con experiencias exitosas en RD y Haití. Experto en resolución de conflictos y capacitación de jóvenes y adultos. Creador e impulsor de la primera experiencia de presupuesto participativo en Villa González, República Dominicana, recorriendo decenas de municipios promoviendo iniciativas de planificación estratégica y participación socio-política a nivel local.
La década de los ochenta no fue solo la época dorada del merengue, sino también de Puerto Plata.
Conocida con orgullo como “La novia del Atlántico” y promovida como punto de turismo de sol, agua y arena a los obreros alemanes, canadienses e ingleses, a quienes los puertoplateños denominaban “americanos”, en clara alusión a los habitantes de Estados Unidos de Norteamérica, hoy luce olvidada por autoridades turísticas y municipales. Parece que el Océano Atlántico le ha dado la espalda, la ha despechado. Y la ha dejado dando vueltas como la loca del muelle de San Blas.
Tras años de construcción de hoteles de tres estrellas, a fin de evitar “grandes gastos”, produjo una mágica percepción de bonanza sin fin en los ciudadanos norteños. Pero éstos, obnubilados por esa población flotante de tantos “gringos”, fallaron en ver que la realidad le pasó de frente, le sacó la lengua y siguió de largo. No sin antes convertir la ciudad y sus alrededores en una suerte de refugio de operadores de carteles del narco, escondite de delincuentes internacionales y traficantes de armas.
En general, el ensimismamiento de esta bella ciudad se inicia en el segundo mandato del presidente Joaquín Balaguer. Entonces Puerto Plata era— vista retrospectivamente– una aldea. Balaguer levantó el mirador conocido como El Malecón, restauró la Fortaleza San Felipe y la transformó en centro de espectáculos de entretenimiento y culturales. Instaló un Cristo inmenso en la cima del pico Isabel de Torres, una reminiscencia del de Rio de Janeiro, Brasil, e incluso le consagró un teleférico para facilitar el ir y venir, para aprovechar la belleza del paisaje de una montaña con el océano a sus pies.
Sexo barato, piel bronceada, tetas al aire, parecían invisibles ante los ojos de una población religiosa, eminentemente católica. Y el proceso transcultural fue tan agudo que hasta las pulperías asumieron nombres en inglés y, de paso, subieron los precios de las mercancías. Las bellas adolescentes se prestaban alegres a despachar a los “gringos” que venían al negocio. El deseo de conquista y coqueteo inundaba el aire. Los clientes locales resultaban odiosos; los percibían toscos, brutos como burros. ¡La perversión se adueñó del ego colectivo.
Nuevos polos turísticos, otro nivel de vida.
Pero el embeleso de Puerto Plata duró hasta el “descubrimiento” del Este del país. Sus llanuras inmensas, una arena blanca, que potencia la luminosidad del sol y, por ende, mejora el bronceado, fue el motivo que canalizó las inversiones para establecer un nuevo polo turísticos.  Y “abracadabra, pata de cabra” ¡BOOM! Se levanta la infraestructura hotelera, con arquitectura más moderna, principalmente de corte minimalista. Se seleccionó un personal mejor capacitado y, en poco tiempo, esas acciones atrajo una nueva casta de turistas, con mayor poder adquisitivo y, por tanto, mayor capacidad de consumo.
Lo mejorcito del turismo puertoplateño, sus mejores profesionales de hostelería, se mudó al Este. Y así fue el surgimiento, auge y caída del imperio Atlántico.
Moraleja: el tanto mirar hacia arriba, azorados por la conjunción de los carros del teleférico con las nieblas, los marió, dejándolos dormidos profundamente. Y cuando vinieron a despertar sorprendidos por las luces del siglo XXI, ya todo estaba consumado. De modo que el abandono y la ruina de hoteles “inigualables” los obliga a humanizar los precios y traducir al castellano los nombres de los comercios, a fin de recuperar los clientes tradicionales. Parafraseando al cantor catalán, “Se acabó, el sol nos dice que llego el final”. Solo que, en vez de bajar “la cuesta”, los puertoplateños salen de las playas perplejos “con su resaca a cuesta”.

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